Pese a su corta gestión debe aceptarse que nuestro Presidente es un hombre bien inspirado. Al procurar la unidad nacional desde el inicio de su gestión y, al paso, atenuar la originaria inspiración antisistémica de su propio grupo político, ha hecho ya mucho por la normalización de la política uruguaya.
Puede afirmarse que ahuyentó al último de los espectros revolucionarios: la guerrilla devenida gobierno. Salvo raquíticos ejemplares no queda, a derecha ni a izquierda, ningún grupo que sueñe con operar al margen de la Constitución. Resta, es cierto, algún pequeño partido y sus acólitos sindicales, que continúan apoyando anacronismos como la "dictadura del proletariado" o la revolución antiburguesa, pero en tanto las difieren hasta la "crisis terminal del capitalismo", de hecho nadie turba la pacífica institucionalidad uruguaya. Algo que no podía proclamarse tan enfáticamente hace tan sólo diez años, cuando aún se soñaba con la insurgencia de las periferias.
Tan excelente virtud de Mujica, opaca otros defectos, que lamentablemente también tiene. Uno la facundia, otro la ingenuidad, un tercero la falta de planificación y la consiguiente improvisación. El hombre habla demasiado y por si no bastara, escribe. En los últimos tiempos nos ha propinado más reflexiones filosóficas que cualquiera de los presidentes anteriores, y conste que no todos cultivaron el don del silencio. Y aún cuando muchos de sus consejos colaboraron con su propósito de integración nacional, en su afán de persuadirnos que todos conformamos un mismo equipo, otros tantos se perdieron en un voluntarismo vacío. Quizás donde estas falencias se patenticen más agudamente es en temas concretos, como el conflicto con Argentina por la planta celulósica.
Parece que ahora, no obstante los iniciales desmentidos del canciller y la primera dama, habilitaremos el monitoreo conjunto dentro de la fábrica Botnia- UPM, zona no alcanzada por el Tratado. Nuestro Presidente, fiel a su estilo, facilitó el levantamiento del bloqueo, mediante una críptica columna, a lo Mao y las Cien Flores, adelantando que a quien controla deben dolerle prendas, caso contrario ni se esmera ni le creen los afectados. No creyó del caso aclarar, que en contra de lo que sostienen los vecinos, nada nos obliga a tan graciosa concesión, ni menos explicó -despertando la fea sospecha de una diplomacia secreta-, que la soberanía no es moneda de cambio para el cese de ilegalidades ajenas.
Es cierto que vivimos en tiempos donde los procesos de globalización económica y sus secuelas ambientales imponen la más amplia colaboración internacional, en especial en países tan interrelacionados como Uruguay y Argentina. También lo es, que si las cosas se hacen con claridad y cuidado en las formas, aquello que otorguemos deberá obtener simétrica contrapartida. Pero nada se obtiene con sólo buenas palabras, apelaciones a la hermandad o colaborando con administraciones ajenas y pasajeras. Para conseguirlo se necesita cuidar la pluma, ser precisos en los términos de los acuerdos y recordar que los Estados duran más que los gobiernos pero practican la misma flaqueza de memoria.
jueves, 24 de junio de 2010
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