La libertad es un privilegio que sólo se valora realmente cuando comienza a perderse. Con ella ocurre lo mismo que con el bienestar o la buena salud, cuyo pleno goce produce un adormecimiento, estado del que solamente se sale al producirse un repentino despertar de conciencia cuando esos valores se encuentran en peligro. Allí finalmente se despabilan los aletargados, porque con la libertad se convive mansamente mientras la ampara un régimen de tolerancia y de acatamiento a los derechos y garantías del hombre, protección sin la cual toda certeza se desploma, toda tranquilidad se evapora y toda convivencia se pervierte. Para cuidar debidamente el ejercicio de la libertad, habría que aplicar una suerte de medicina preventiva capaz de detectar las amenazas cuando empiezan a insinuarse, porque la historia de los pueblos demuestra que -como en una ficha clínica- después ya es demasiado tarde, y los remedios pueden ser dolorosos y cruentos.
Esos indicios de alarma suelen darse en múltiples aspectos de la vida civil y política, desde brotes de autoritarismo en un gobierno, hasta rasgos represivos en una legislación, hostilidad hacia los poderes del Estado, pérdida de independencia en las instituciones o violenta descalificación de quienes discrepan con los centros de poder. La realidad latinoamericana de hoy, por ejemplo, demuestra que el respaldo electoral -única base capaz de legitimar a un gobierno- no siempre basta para asegurar la custodia de las libertades públicas y privadas. El voto popular es una herramienta indispensable, pero no es un instrumento mágico que garantice la prudencia, la rectitud ni el sentido común de las autoridades que consagra. Por eso en Sudamérica hay gobernantes que clausuran radios disidentes, confunden pluralidad de ideas con sombras de conspiración, usan su programa de televisión o su página web para difamar a la prensa opositora y hasta encarcelan a los carniceros que venden su mercadería por encima del precio oficial.
Por eso también hay en Sudamérica otras autoridades legalmente constituidas que auspician la parodia jurídica de un tribunal en la plaza pública, presidido por una particular sin credenciales, donde se condena a destacados periodistas de trayectoria a veces famosa y ejemplar, sin reparar en que ese simulacro equivale a la anarquía de patrocinar cualquier forma de justicia por mano propia. Esas mismas autoridades son las que encubren la divulgación de carteles callejeros donde se difama a otros periodistas de primera línea, con foto e identificación de cada uno, sin objetar que ese ultraje esté enmascarado por el anonimato. Y esas autoridades son igualmente las que lanzan sistemáticos ataques verbales contra la prensa, sin recordar que es un disparate histórico -desde la antigüedad griega en adelante- condenar al mensajero de las malas noticias, en lugar de combatir el fondo de esos males. En dicho fondo hay señales de corrupción (enriquecimientos ilícitos, faltantes millonarios en fideicomisos, coimas sobre exportaciones) que nadie ignora, y en tales signos debe buscarse la razón de muchas agresiones contra la libertad de expresión que los denuncia.
Contemplar ciertos atropellos desde el exterior, tiene la ventaja que provee el distanciamiento, enfoque que consiste en ver un fenómeno muy complejo con la claridad de quien puede abarcarlo desde afuera. Sólo así, cuando llega a verse todo el bosque y no solamente algunos árboles, se desentraña un proceso que paso a paso va llevando a ciertos países por la pendiente de la intolerancia, ese camino que puede ser la antesala del despotismo, cuya primera víctima es la libertad por el simple motivo de que pone en peligro la impunidad del poder y la práctica de abusos cometidos en la cima de la pirámide. Desde ahora, la medicina preventiva actuando sobre el organismo político de una sociedad, demuestra que los síntomas de esa degradación (lenta, gradual y no siempre notoria) ya están a la vista de quienes sean capaces de registrar los nubarrones antes de que estalle la tormenta.
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