jueves, 27 de mayo de 2010

Deporte y violencia / Hebert Gatto

El resultado de los festejos peñarolenses no fue devastador; algún contuso, un accidentado, muchos detenidos, ningún procesado. Aparentemente, escasos daños materiales. Otra historia son las imágenes que recibimos. De un lado, una turba juvenil, apedreando, amenazando, destrozando, colgada a lo que encontraba, del otro, motos en formación, escudos, rifles, palos, cascos, caras anónimas y cuerpos uniformados en avance, la represión desatada. Peor, muy difícil. Solo quisiera aportar unas escuetas reflexiones sobre el tema, por más que ninguna solución se propondrá en estas notas, dirigidas a la exposición de una dolencia social en aumento.
La violencia deportiva y la delictiva, aún emparentadas socialmente, no son equiparables. En el delito, el cálculo del éxito es ingrediente causal: la violencia instrumental. No ocurre así en el deporte donde la derrota del propio equipo o el triunfo, y las exteriorizaciones que los acompañan, se viven como hechos personales, desventuras o logros emocionales referidos a lo existencial identitario de cada uno y no a la supervivencia material. De allí que la reacción agresiva –contra el rival o eventualmente la autoridad- sea una manifestación espontánea de sobre compensación a una identidad menoscabada por la derrota o una ratificación exultante de su superioridad, en el caso inverso, pero diferente a la que opera en el campo penal.
Cierto también que los violentos en el deporte, especialmente en el fútbol, son en su mayoría, aunque no exclusivamente, marginales, lo que no supone que todos los marginales sean violentos. Lo relevante aquí es la marca identitaria, que normalmente no otorga el delito, pero sí la confieren ciertas identificaciones grupales, además de la capacidad, progresivamente más activa, especialmente entre los jóvenes, para emblematizarla y defenderla. Dado que el marginal, por razones preponderantemente económicas y culturales, tiene un fuerte déficit de integración ello lo fuerza a identificarse con los subgrupos más próximos o accesibles, que en el Uruguay, a falta de bandas juveniles, suelen ser deportivos.
En un mundo donde los derechos del hombre son enfáticamente afirmados, donde la dignidad intrínseca de hombres y mujeres y su capacidad de rebelarse si tales derechos les son negados se ha convertido en lugar común de la conciencia colectiva, no cabe extrañarse que sectores que asumen que ese persistente discurso no los alcanza ni satisface, tiendan a sentirse extraños respecto a una identidad pretendidamente igualitaria que les es ajena, incluso generacionalmente, y a la que terminan rechazando.
Cuando, para vengar su desolación por la derrota personal y grupal, procuran protestar, ello les resulta limitado o vedado. Tampoco pueden celebrar a su estilo, sus logros identitarios en los campos de juego, la única vía que conocen para reafirmar su alteridad y para ellos, uno de sus más netos derechos. Mermada su individualidad, vigilados y desconocidos por el común, su reacción es la violencia desnuda. La de quienes no pueden ser. No por eso la sociedad debe permitirla. Sólo que la dificultad no radica en el deporte, ni en la patología de unos pocos, radica en la creciente marginación y en sus vínculos con la infantilización de la pobreza y los déficits educativos.

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