miércoles, 20 de enero de 2010

Política exterior/ Hebert Gatto

Todos los esfuerzos encaminados a mejorar el relacionamiento con la República Argentina deben ser apoyados. No solamente porque la armonía y amistad entre los pueblos constituyen un bien universal que trasciende los feroces nacionalismos que ensangrentaron el siglo pasado, sino porque los orientales, surgidos de una común matriz con nuestros vecinos, formamos con ellos una única nación que sustenta una inédita hermandad. Tanto que no existen en el mundo dos países culturalmente más afines. Sólo los azares de la historia y los intereses de terceros terminaron por conformarnos co-mo entidades separadas. Lo que no obsta a que cada una haya adquirido sus peculiaridades y su propio e irreversible sentido de comunidad, producto de dos siglos de vida independiente.

En ese sentido la preocupación de José Mujica por restaurar la relación entre ambos estados, hoy muy deteriorada y, pese a la señalada afinidad, con antecedentes históricos no halagüeños merece apoyo. El futuro presidente asume, como debe, que las relaciones exteriores y el cumplimiento riguroso del derecho en esa delicada área, suponen para un país como el Uruguay, un tema de la máxima prioridad.

Mucho más cuando, atendiendo a las diferencias de tamaño entre ambos países, la totalidad del ecosistema uruguayo está condicionado por el de Argentina, al punto que sin su colaboración, más que remisa por estos tiempos, muy difícil resulta dragar nuestras fronteras marítimas, instalar industrias sin eventuales efectos transnacionales o, en síntesis, ejercer plenamente nuestra soberanía.

Por aquí entonces la necesidad de desarrollar respecto a nuestros vecinos -gran parte de lo dicho también es aplicable a Brasil-, una política de estado cuidadosamente planificada y meditada, atenta a cada una de sus implicaciones y por consiguiente, ajena a cualquier improvisación.

Lamentablemente no parece ser ése el camino emprendido por José Mujica. Viaja a Buenos Aires de turismo, acompañado de su esposa y entre jornadas militantes y visitas a boliches, se reúne con la presidenta argentina. Antes, según rumores no desmentidos, dialogó en secreto con los sublevados en Arroyo Verde sin resultados conocidos. Bien está que cultive la amistad con los Kirchner, por más que rara vez la política internacional la definan las simpatías personales.

Malo que cometido tan vital lo realice, sin preparación ni agenda y con solitario apoyo conyugal. Peor todavía que otorgue personería internacional a los grupúsculos de Gualeguaychú, hasta ahora un problema interno argentino. Gente que sin la menor justificación nos agrede violando impunemente el derecho.

El nuevo presidente es hombre de buena voluntad con sorprendente capacidad de comunicación y empatía con su entorno. Su sencillez es proverbial y le ha otorgado éxitos indudables. Pero no hay peor pecado político que desatender los roles de cada uno. Mujica no debe confundir sus dones con la improvisación y practicar la inspiración momentánea en la conducción de los asuntos públicos. Una cosa es la diplomacia de un estado y otra, el quincho de su casa.

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